Año nuevo. ¿Nuevo?
El 88% de las personas no es capaz de realizar sus promesas de año nuevo
El Año Nuevo que celebra la gente es una ilusión que se va rápidamente en los primeros días del próximo año.
Hay dos razones fundamentales por qué ocurre esto. Primero, porque no se suelen aplicar técnicas seguras para activar la voluntad, la perseverancia y realizar métodos para conseguir las metas propuestas. Y segundo, por el Año Nuevo natural, que es donde aprovechamos la fuerza de la naturaleza, ocurre en el Equinoccio de Primavera (Septiembre o marzo, según el hemisferio).
Por supuesto, si se quiere pasar bien el 31 de diciembre, es favorable hacerlo, siempre y cuando no se consuma demasiado alcohol y se coma de manera desmedida. Sin embargo, nosotros como iniciados, celebramos el Año Nuevo en el Equinoccio de Primavera y sabemos que es allí donde tienen efecto las meditaciones y actos mágicos que podamos realizar.
Todos tenemos la ilusión de partir de cero. Eso es el Año Nuevo. La creencia extendida de que el cambio de folio también es el momento en que todo el universo se ordena para, por fin, concretar lo del decirlo y hacerlo. Un cambio de fecha que nos pone en un estado de gracia propicio para cualquier plan que ayude a mejorar lo que queremos mejorar.
En el año nuevo está la esperanza de comenzar una “nueva vida” y la mayoría siente la necesidad de implementarla muy luego. Es la urgencia por partir otra vez, de nuevo, por cambiar, y tiene que ver con la necesidad de motivación de los seres humanos, que cada cierto tiempo necesitan reinventarse. Porque sólo así pueden reorientarse y seguir persiguiendo sus objetivos, dice Timothy Pychyl, profesor de Sicología de la Universidad de Carleton, Canadá, investigador y autor del libro The procrastinetor’s digest: a concise guide to solving the procrastination.
Para los seres humanos, de acuerdo a Pychyl, la necesidad de cambiar es una constante. “Siempre vivimos con una idea de lo que fuimos en el pasado, lo que somos ahora y lo que podemos ser en el futuro, una especie de ‘yo posible’”. No se trata sólo de un ejercicio metafísico: es también un poderoso mecanismo de defensa contra la realidad, sobre todo cuando las cosas salen mal. Nada es más esperanzador y motivador que saber que sin importar cuánto nos desviemos de nuestros objetivos, siempre van a llegar ciertos momentos en que (sentimos) todo volverá a empezar y podremos reanudar el camino.
Y esos momentos coinciden con los grandes hitos que nos marcan: el cumpleaños, el inicio de un semestre académico y, claro, el Año Nuevo. Según Pychyl, estas coyunturas suelen venir con la promesa de lo que él llama un “cambio cuántico”. Este se refiere a “un cambio radical, de la noche a la mañana”, algo que nos llena de esperanza porque supone una transformación repentina de todas las condiciones. Algo que, sentimos, nos da la posibilidad de hacer cambios profundos e importantes en nuestra vida. Aunque es muy difícil que algo pueda ser tan revolucionario, agrega el sicólogo, seguimos creyendo “por la misma razón que seguimos comprando boletos de lotería: necesitamos creer que algo nos va a pasar”.
Deberíamos ser capaces de introducir cambios en cualquier momento. La principal razón es que la esperanza de que las cosas serán distintas en ese momento es tan fuerte en nuestra sociedad, que estamos más optimistas que nunca frente al cambio. Por eso, también más motivados y, por lo mismo, más cerca de lograrlo. Cuando la naturaleza revive y exterioriza su energía, llenándonos de colores, flores y aves, es el entorno motivador preciso para tener más efectividad en los cambios que queremos.
Una idea que la ciencia ha explorado. De hecho, a comienzos de la década pasada descubrió que utilizando las estrategias adecuadas, la gente puede cambiar su personalidad, incluso cuando ya ha pasado los 30 años.
Una (positiva) costumbre milenaria
Por supuesto, esta sensación de urgencia de cambio no es nueva ni propia de un tipo determinado de sociedad; en todas partes, la gente ha usado el Año Nuevo durante miles de años para tratar de cambiar de giro. Es por eso que el mes de enero, en inglés (January), hace referencia al dios Jano, que con una cara mira hacia atrás y con la otra, hacia adelante, como símbolo de la posibilidad de aprender del pasado para mejorar el futuro.
Las cifras tras nuestra ilusión de recomenzar, claro, no son muy alentadoras. Según una encuesta de 2007, realizada por el psicólogo británico Richard Wiseman entre 3 mil personas, el 88% de ellas no fue capaz de cumplir con sus objetivos de cambio del Año Nuevo. ¿Cómo se explica entonces que sigamos creyendo casi irracionalmente que éste sí será el año donde lograremos cambiar? La razón está en dos poderosos beneficios que nos da este comportamiento. El primero viene determinado por la evolución y la biología de nuestro cerebro, fuertemente cableado para ver el mundo según lo que la sicología llama el “sesgo del optimismo”. O sea, la tendencia a ver siempre el vaso medio lleno, sobre todo cuando se trata de nuestro futuro.
En el cerebro, este mecanismo está regulado por la amígdala, una pequeña estructura al mando del procesamiento y expresión de las emociones, y la corteza cingulada anterior rostral, un área de la corteza prefrontal que modula la emoción y la motivación. Esta última actúa como una suerte de policía de tránsito, que promueve el flujo y circulación de emociones y asociaciones positivas. Según análisis realizados con imágenes de resonancia magnética funcional, mientras más optimista sea la visión de futuro de una persona frente a una serie de situaciones hipotéticas, se produce una mayor actividad y una más fuerte conexión entre estas dos estructuras, lo que termina por reforzar la visión positiva de las personas.
El propósito de esta arquitectura cerebral es, por una parte, mantenernos motivados. Si pensáramos que el futuro será peor que el presente, la vida no tendría ningún sentido. Además, la esperanza y confianza en que lo que viene será mejor nos ayuda a mantener nuestro estado de ánimo, disminuir el estrés y mejorar nuestra salud física. No por nada, los investigadores que analizaron a un grupo de pacientes con enfermedades cardíacas encontraron que los optimistas eran más proclives que los no optimistas a tomar vitaminas, comer comida baja en grasa y ejercitarse, reduciendo su riesgo coronario general. Y que otro estudio con pacientes con cáncer revelara que los pesimistas tenían mayor posibilidad de morir dentro de sólo ocho meses comparados con los optimistas, a pesar de que todos partían del mismo estado de salud inicial, estatus y edad.
El segundo beneficio es mucho más inmediato y viene dado por la recompensa que estos deseos de buenos cambios producen en la autoestima. Las promesas de cambios radicales siempre nos hacen sentirnos mejores personas, algo vital, sobre todo en un momento del año en que estamos muy cansados y aún lamentando las cosas que no alcanzamos a cumplir. Según Timothy Pychyl, con sólo prometernos un cambio “reparamos el ánimo en seguida. Prometer dejar de fumar nos hace sentir bien inmediatamente, incluso si a los dos minutos prendo otro cigarro, porque ya me hice una promesa. No tengo que hacerlo hoy, por eso se siente tan bien. Hoy puedo comer lo que quiera en la noche de Año Nuevo, porque voy a comenzar a hacer dieta mañana”.
El cerebro del cambio
Ahora, si bien hay consenso en que el Año Nuevo es un momento clave para el cambio debido a la alta motivación social que concita esta fecha, los especialistas son claros en señalar que los cambios pueden (y deberían) producirse en cualquier momento del año. La clave es saber qué estrategias utilizar para cambiar.
Y quienes han aprendido metafísica seria y práctica, conocen que hay que aprovechar la energía telúrica y cósmica para sintonizar con ellas y darle energía a nuestra voluntad y perseverancia. Sabemos que nuestra realidad se compone de la interacción con los demás y con nuestro entorno.
Lo principal es intervenir lo que más importa: nuestro cerebro, ya sea a través de ejercicios o “engañándolo” para que nos ayude a conseguir lo que queremos. Por ejemplo, dice a Tendencias el doctor en Sicología de la Universidad DePaul, Chicago, Joseph Ferrari, cuando tratamos de cambiar malos hábitos, es indispensable cambiar sólo uno a la vez. La razón es simple: nuestro cerebro no puede con tanta carga.
Diversos estudios han probado que la fuerza de voluntad es un recurso que se agota, por lo que no tiene ningún sentido tratar de bajar de peso y dejar de fumar a la vez. Mientras más se atenga a la dieta, menos fuerza de voluntad le quedará para cualquier otra actividad, y dejar de fumar será casi imposible.
Lo mismo ocurre con las metas. Estas deben ser realistas y muy bien establecidas, porque si no, no somos capaces de organizarlas y seguirlas adecuadamente. Según Ferrari, no sirve de nada decir: “Voy a bajar de peso este año”. Lo que hay que hacer es decir: “Voy a bajar cinco kilos en los próximos cuatro meses”. De esa forma, se puede evaluar la meta de una manera objetiva. La que también debe ser razonablemente pequeña. Dice Ferrari que si prometemos bajar 20 kilos en cuatro meses, lo más probable es que no lo consigamos, nos frustremos y terminemos renunciando. En cambio, si prometemos bajar tres kilos y bajamos cinco, nos sentiremos sumamente orgullosos y continuaremos con el plan.
Pero los cambios no son sólo físicos. También podemos cambiar nuestros estados de ánimo. Si bien durante la edad adulta lo más frecuente es que las rutas neuronales se mantengan relativamente estables, también, gracias a la plasticidad del cerebro, es decir, la capacidad de modificar las conexiones a partir de la experiencia, es posible transformarlas. ¿No le gusta ser tan pesimista? Cambie el cableado de su cerebro.
La mantención de un estado de ánimo positivo depende de la actividad registrada entre las áreas que procesan la sensación de recompensa, el placer y planificación. La alta actividad entre estas regiones caracteriza a los optimistas. Pasar de pesimista a optimista, entonces, depende de la fortaleza de esas conexiones. Y la única forma de incrementar esa fuerza es, al igual que con los músculos, ejercitarla. La que requiere más refuerzo es la corteza prefrontal, que puede ejercitarse de manera efectiva planificando todo tipo de actividades, ya que ésta es una de sus principales funciones.
Algo similar ocurre si su meta es relacionarse un poco mejor con su entorno social. Los estudios han probado que la intuición social, es decir, la capacidad de detectar emociones en otras personas y actuar en congruencia, se caracteriza por una alta actividad en una zona del cerebro encargada de procesar lo que transmite el rostro de otra persona y una alta actividad en la amígdala, que procesa las emociones.
Por otra parte, están los que tienen una débil conexión en esa zona y a quienes, por eso mismo, les resulta más difícil descifrar las emociones de los demás. Para cambiar este último comportamiento, sólo queda fortalecer la atención, sobre todo en las dinámicas sociales del resto. Por ejemplo, dice el neurocientífico y profesor de sicología de la U. de Wisconsin, Richard J. Davidson, una buena estrategia sería salir a un parque y enfocarse, sutilmente, en una pareja de desconocidos o un grupo pequeño. Ahí, debe prestar atención a sus caras. Fíjese si puede predecir cómo actuarán o si, al irse, partirán de la mano o separados. Cuando haya logrado cierto éxito con esta tarea, practíquela con sus amigos y familiares.